Ilustración en tonos sepia y rojo herrumbre con un retrato de Jorge Etcheverry Arcaya al frente. Detrás de él, rostros difusos emergen entre sombras, sobre un fondo de papel envejecido. A la izquierda, el título “Desorden y miedo: un relato de Jorge Etcheverry Arcaya” aparece en tipografía clásica negra.

Por su constitución quizás delicada, o que parece delicada, J no tiene la proclividad a pasarse el día ordenando papeles, lavando loza sucia, barriendo o pasando la aspiradora, planchando o lavando ropa, etc, contestando sus mensajes telefónicos, su anticuado correo sobe todo imbuido como está, o a lo mejor ya vive así, por un temor vago, siempre presente, que tiene sus alzas y sus bajones según cómo se vaya dando la mano macro o microcósmica.

Todavía existe alguna gente que escribe cartas físicas o manda revistas, libros, notas, y que espera que le contesten de la misma manera, mediante el tradicional papel o la pluma, y lápiz, metafóricamente, ya que en realidad todo el mundo utiliza computadores, tabletas, celulares de diverso tipo para escribir. Ese miedo que mencionábamos antes de irnos por las ramas, no es en absoluto privativo de los medios en que J se desenvuelve, aqueja a muchísima gente, y, cosa bastante natural, se encuentra ligado en la mayor parte de las casos a una lógica bastante rigurosa de parte de los afectados. Después de todo, la lógica, la razón, constituyen formas de ordenar el caos o la aniquilación que dichos individuos sienten que los amenaza por todas parte.


No creo que exista nadie que por otro lado se atreva a negar que una tal percepción de la realidad no tiene nada de extraño, y que quizás denota una inteligencia básica de parte de los afectados--no estamos tratando de decir que disculpamos la neurosis o la paranoia, sino que, dadas las circunstancias de la finitud de la vida humana individual, que es un hecho siempre presente pero en el que no se piensa a menudo, la tendencia a la entropía de cualquier orden que sea, no hay mucho derecho, ni siquiera de parte del más humanista, para negar la existencia de un cierto malestar que aqueja al hombre ( o la mujer) que, sabiéndose mortales, pueden llegar fácilmente a hacerse un orden tal en su vida que de alguna manera compense el caos que los rodea y que a la postre, y como a todos, va a terminar por aniquilarlos.

Pero quien habla por teléfono esa mañana no es uno de sus amigos, así llamados, que pudieran compartir esa conclusión, sobrellevar su escándalo sin escandalizarse a su vez, ni sentirse obscuramente ofendidos, e incluso podrían ser capaces de entender y gozar el humor, patente para todo fulano o fulana que no fuera un o una acomplejada, aunque en esta otra tierra, mentada como de oportunidades y donde han hecho otras vidas, pero que siguen aún marcados por los estigmas originales. No era el flaco del círculo español que quería organizar un taller de prosa o poesía, en un vano intento de enmarcar en los planes de alfabetización de los coños un poquito de cultura, y proponía algo así como la enseñanza a un público que seguramente estaría compuesto por señoras o caballeros retirados, de los elementos básicos de intención y forma que constituyen los diferentes géneros; prosa, poesía, ensayo, teatro, e incluso quizás la escritura de guiones para el cine o la televisión--único campo verdaderamente rentable para la escritura en estos tiempos que corren--, la instrucción, sí, de estos parámetros, mezcladas con las normas elementales de la gramática del idioma peninsular.


Y mientras contesta el teléfono, J. No puede dejar de apartar los visillos por la ventana para ver si la vecina se está vistiendo--a esa hora de la mañana a veces, cuando no va al trabajo, ya que debe trabajar part-time, como se dice por aquí, a media jornada, y él supone que estudia además en la universidad, aunque no está muy seguro de su edad, aunque representa entre los veintitantos y los treintitantos, un poco entradita en carnes, pero muy bien hecha, torneadita--cuando no le toca ir al trabajo o a la universidad--si suponemos que está estudiando-- se la suele ver que camina, haciendo una cosa o la otra, pasando por la ventana de su cuarto, o de otros cuartos de la casa que comparte con otra gente joven, no estaba seguro si se trataba de amigos, gente que comparten nada más el mismo lugar, roomates, como se dice por aquí, sin nada en común, a lo mejor no se puede fumar, porque J. A visto cómo ella a veces cierra la puerta de su cuarto, enciende una varilla de incienso y se pone a fumar un cigarrillo, en la noche, de tarde en tarde, tras sus cortinas casi absolutamente transparentes tras las que ella se desplaza, quizás ignorando que a unos cuantos metros se encuentra justamente la ventana del estudio de J., que a esa hora precisamente le bajan las ganas de examinar algunos de los papeles que dejó sobre el escritorio, y se levanta de la cama de su dormitorio y se dirige al estudio, pero no se sabe si ella es consciente de ese hecho, de si es en otras palabras una exhibicionista que tiene la suerte de vivir en la casa del lado y con la ventana casi a apareada de un voyerista, o de si inocentemente se deja vivir en forma confortable, convirtiendo el acto furtivo de la observación sistemática u ocasional, intencional o casual, en un delito en esta sociedad un poco dura en estas cosas, por así decirlo menores, pero que permite a los traficantes de drogas y cabrones ocupar sus esquinas del centro por años, haciendo su negociado a vista y paciencia de todo el mundo, y más aún de la policía.  


Pero no hay tampoco que olvidar algunos elementos atenuantes: una gran parte de esos protagonistas, y la mayor parte de las mujeres jóvenes que ellos explotan en prostitución, son menores de edad, y si se los aprehende ocasionalmente, no tardan mucho en volver a circular. Y la misma policía declara a través de sus personeros, ante las conminaciones y recriminaciones de padres angustiados, que si se deciden a apretarle las clavijas a los ratones que trabajan en las esquinas, se les van a escapar los peces gordos que los dirigen y a los que en realidad se trata de controlar. No. No es culpa de J.. Cuando él se cambió la situación ya esta armada de esa manera, y daba lo mismo que fuera él o un armadillo quien viniera a arrendar el departamento. Además existe el consenso casi fanático de la privacidad personal: Quizás esa cortinita que no tapa nada, sobre todo en la noche cuando las luces están apagadas, es una convención, un símbolo, que hace que los naturales del país no observen oficialmente y que ese espectáculo posible no exista para ellos, ni en su, expresándolo de una manera más pedante con el estilo (prestado) de algunos de sus amigos académicos (dizque): horizonte de expectativas.



Jorge Etcheverry Arcaya, Chileno, vive en Ottawa, Canadá. Profesor de filosofía, máster en lengua y literatura hispánica, doctor en literatura comparada. Fue miembro de la Escuela de Santiago y el Grupo América, agrupaciones poéticas chilenas de los 1960-70. Textos suyos de poesía, prosa y crítica han sido publicados en diversos países en revistas y libros en castellano y traducciones al inglés, francés, italiano y portugués. Ha publicado arte en diversos medios y formatos, en papel y virtualmente. Sus últimos libros son Clorodiaxepóxido, poemas, Chile, 2017; Los herederos, novela de ciencia ficción, 2018; Canadografía, antología de prosa hispanocanadiense, Chile, 2017; Samarkanda, poemas, Canadá, 2019; Outsiders, narraciones en inglés, 2020; Orejas y vanguardias, Chile, 2024. Recientemente aparece en las antologías Wurlitzer. Cantantes en la memoria de la poesía chilena, Chile, 2018; Antología de la Revista Entre Paréntesis, de Chile, 2018; Antología de la poesía chilena de la última década, (Chile, 2018), Antología mundial de poesía; La papa, seguridad alimentaria, Bolivia, 2019; Anthologie de la poésie chilienne, 26 poètes d’aujourd’hui (France 2021). Es colaborador y miembro del comité editorial de la revista Entreparéntesis, y Off The Record, ambas de Chile.


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